El Hilo Edición 51Hilo

Todos somos siempre prematuros, para nacer y para morir

23.06.2023

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Autor: Carlos Alvarez Teijeiro

Todos somos siempre prematuros, nacemos y morimos demasiado pronto: nacemos cuando todavía no sabemos cómo vivir y morimos justo cuando empezábamos a vivir como sabemos.

 

Si vivir es proyectar, es decir, ser capaz de futuro, y la persona es el “ser futurizo” por antonomasia, como afirmaba el filósofo español Julián Marías, tal vez el mejor discípulo de Ortega y Gasset, entonces la duración de la vida, la que fuere, es siempre insuficiente para todo lo que quisiéramos llevar a cabo, para esos proyectos nuestros y, más todavía, proyectos nuestros con otros: ocurra cuando ocurra, todos morimos antes de tiempo.

El tiempo pasa, qué duda cabe, pero sobre todo “nos” pasa a cada uno de nosotros, y si somos capaces de apropiarnos de él subjetivamente, convertimos el tiempo en historia y la mera cronología en biografía, nos adueñamos, lo domesticamos, lo convertimos en un “domus”, en una casa.

Decía Heidegger que “el lenguaje es la casa del ser” y, de alguna manera, podríamos decir también que “la casa del ser es el tiempo”, y hasta que la casa de cada cual es su propia biografía, e incluso una biografía que tiende a los demás, y ese es uno de los grandes secretos ocultos por nuestra civilización del individualismo consumista, que no solo somos biográficos, sino también hetero-biográficos, que buena parte de nuestra mejor biografía se construye en la relación con los otros y, más en concreto, en aquellas relaciones que están mediadas por los afectos, como la amistad.

Precisamente por eso, ser persona es “ser futurizos”, y en el futuro -así como en el presente- nos esperan los demás, aguardan nuestro afecto y nuestras promesas; porque ser persona es siempre “dar más de sí”, o al menos poder hacerlo, lo que no significa tanto y en primera instancia que la vida nos tenga preparados todavía regalos no entregados, como que somos nosotros quienes llevamos ya y llevaremos entonces regalos para ella y quienes la habitan.

Y lo anterior nos ocurre muy precisamente con los amigos. En la Ética a Nicómaco afirma sabiamente Aristóteles que “un hombre en soledad puede esperar razonablemente a ser virtuoso, pero si a lo que realmente aspira es a la felicidad, entonces necesita amigos”.

Tal vez esa sea una de las razones por las que nos desconsuelan tanto las muertes de quienes han merecido nuestro amor y, sobre todo, hemos agradecido y recibido el suyo, tal vez inmerecidamente: porque todas son prematuras.

En la Elegía que el poeta Miguel Hernández dedica a su difunto amigo Ramón Sijé, no se refiere a él como cabría esperar, como alguien a quien tanto ha querido, sino como alguien “con quien tanto he querido”, pues eso es la amistad más profunda, haber querido “con” los amigos infinidad de las mismas cosas.

Por eso el español, que es un idioma sentimental, no dice como el inglés –“he/she died”-, decimos “se me murió un amigo”, así lo expresa también Hernández, se “murió a mí”, y eso es el dolor que todo lo rompe.

Juan de la Cruz, el místico castellano del siglo XVI, escribe que “a la caída de la tarde de la vida, seremos juzgados por el Amor, sobre el amor”. Tenga o no tenga uno creencias religiosas, lo cierto es que lo que queda es el amor. Y nos quedará siempre.

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