Así de inclemente funciona la sociedad de consumo, con un rigor inaudito: en ella las cosas han dejado de ser meros objetos para convertirse en poderosos agentes de seducción. En consecuencia, ya no se trata de poseer para satisfacer necesidades, sino de ser poseído por el deseo que las cosas despiertan, el ejemplo más claro de cómo la relación sujeto-objeto ha sufrido una inversión radical.