Los hombres hemos olvidado lo que es celebrar”, afirmaba Adorno con triste melancolía, pero –contra toda expectativa al respecto– la súplica nos enseña cómo volver a hacerlo. Así es: hemos olvidado la tan antigua y tan humana costumbre de suplicar. O peor aún: creemos que suplicar es un mero arrodillarse humillados en las heridas de la derrota, el último recurso cuando todo lo demás ha fallado, y creemos que lo seguirá haciendo y de manera irredimible. Pero la súplica no es eso, y no lo es en absoluto pues no nace de la desesperación: nace del asombro.