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Solo sé que sé más que ayer

24.09.2024

Autor: Consuelo Jaureguialzo

4 minutos de lectura. 

Con el ruido monótono y ensordecedor de los motores de colectivo que pasan por mi cuadra, me siento en la nueva mesita de vidrio en el balcón de mi casa. Esperando, quizás, que el cambio de ambiente (suelo escribir en el escritorio de mi cuarto) me dote de inspiración para responder a una pregunta que aún no logro contestarme de forma satisfactoria: cuál es mi vocación. Mis manos están heladas por el tipeo cesante. Tuve la intención de resolver esta cuestión hace ya varios días, sin éxito. Pero no puedo aplazarlo por siempre.  

 Para empezar, tendría que definir el término “vocación”. Es un concepto que siempre asocié a un llamado, algo  impuesto desde afuera, una fuerza externa, un deber ser. Esta mirada —personificada en mis padres— me persiguió toda mi vida, dándome un ultimátum en el quinto año de colegio, cuando las certezas eran pocas. Aunque parte de mí creía que “se las sabía todas”, típico de adolescentes. Pero la decisión tenía que ser tomada y, como buena comunicadora, elegí mi carrera porque no tenía matemática. Esa era mi única razón, o eso creía en aquel momento, porque no encontraba un deseo o llamado, imperante, a una profesión. Me hubiera encantado ser de esas personas que saben desde los cinco años que querían ser médicos y así lo fueron. Lamentablemente, no es mi caso. 

 El primer recuerdo que tengo sobre una profesión se remonta a mis diez años —si mi memoria no falla. Era verano y sentada en la galería de la casa de mi abuelo, mi madrina diseñaba los planos de un departamento en su computadora. Curiosa, me acerqué a ver lo que hacía. Mientras me explicaba, le sugerí correr una puerta de lugar para que hubiera más espacio. Ella me felicitó por mi aporte, el cual probablemente no había sido bueno, pero no iba a matar la ilusión (como cuando un niño hace un dibujo y el adulto lo halaga seguido de un “Y, contame, ¿qué es?”, porque no tiene idea de qué es lo que hay sobre el papel). En ese momento, orgullosa, juré que había encontrado mi pasión. Sin embargo, ese entusiasmo no perduró, pero un nuevo interés se empezó a gestar dentro de mí. En mi preadolescencia, con el lanzamiento de las tablets y aplicaciones de video descubrí un nuevo pasatiempo. Recuerdo juntarme con mis amigas y grabar videoclips, formar intentosde bandas (¿quién nunca quiso tener una banda con sus amigos?) y ficciones. Mentiría si digo que no habré pasado un verano entero grabando una “serie” de drama y misterio, que, con su calidad narrativa, bien podría haber sido una temporada de La Rosa de Guadalupe. Nos disfrazábamos, pensábamos los diálogos, armábamos la escenografía. Contábamos historias, como podíamos, claro, pero eran historias en fin.  

 Fue así como, desde el juego, sin darme cuenta, encontré en la creación y expresión un refugio y un espacio de exploración libre. A medida que fui creciendo, aprendí que podía volcar esto también en la escritura. Me acuerdo, estando en el anteúltimo año de colegio, que una profesora nos hizo decir a cada uno en voz alta un sueño que teníamos. Yo, para nada fanática de ese tipo de dinámicas, entré en pánico, no se me caía una idea. Cuando llegó mi turno escupí, sin pensar: “Escribir un libro”. La sorpresa no fue solo de mis compañeros, sino especialmente mía. Era algo que nunca había pensado. Simplemente me salió del alma.  

 A partir de ese momento, mi comunicadora interior se fue perfilando, de vuelta, de forma inconsciente, porque llegó el momento de decidir qué estudiar y yo me sentía perdida. Con más dudas que certezas, por suerte o por destino, terminé eligiendo Comunicación Social. Allí descubrí o confirmé que, en efecto, no sé nada. En mi vida había escuchado sobre Kafka, o de la historia de la radio y el cine, o de los orígenes sociales del habla. Abrí una puerta, para descubrir un pasillo plagado de posibilidades. Aprendí cultura general e incontable contenido teórico, pero también aquellas habilidades, —mal llamadas, en mi opinión— blandas.  

 Aprendí a escuchar, de forma profunda, a otros y a entender que cada persona es un mundo, un misterio. Aprendí a pensar críticamente, a cuestionarme las cosas —y lo sano que eso es. Aprendí a mirar situaciones desde distintas perspectivas, a ser flexible al cambio, sin traicionar mis ideales. Aprendí a potenciar mi creatividad y a encontrar al artista que llevo dentro. Aprendí a trabajar en equipo, combinando habilidades para crear algo más grande que uno mismo. 

 Aprendí muchas cosas, aunque aún me quedan infinitas más por saber. Aprendí —y aprendo— que la vocación es un proceso, una búsqueda personal. Todavía no sé en dónde me veo en diez años (aunque tendría que ir preparando una respuesta para salvarme en futuras entrevistas laborales), pero sé que cuento con más herramientas que ayer para enfrentarme y escribir mi futuro. 

 

  Por Consuelo Jaureguialzo. Estudiante de 4° año de Comunicación. 

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