El Hilo Edición 47Hilo

Elogio de lo despreciable

15.05.2023

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Autor: Carlos Alvarez Teijeiro

En la sociedad del desperdicio, solo elogiando lo despreciable comparece lo que nos es inapreciable de verdad.

Por mucho que afirmemos perseguir la durabilidad de los bienes que adquirimos, lo cierto más bien es que la nuestra resulta una época de seductora (y desoladora) obsolescencia programada y de “fetichismo de la mercancía”, como denunciaba visionariamente Marx en El capital en 1867, hace nada más y nada menos que 155 años, siglo y medio.

En la sociedad del desperdicio y del descarte de casi todo, a lo que se trata de salvar in extremis con la tenue e incolora ética líquida de las 3R, reciclado, reutilización y reducción, nada está destinado a ser para siempre, ni tan siquiera para un poco de siempre, salvo en la experiencia de intenso infinito y euforia perpetua que nos produce el acto de consumir.

Aunque sea por un instante fugaz, al consumir experimentamos ese clímax que solo cabe asociar a los igualmente breves momentos de la posesión y del dominio, que solo cabe vincular a una acrecentada experiencia del yo en la forma oblicua y paradójica de asociarse vitalmente a algo que no lo es, un objeto con el que el sujeto se mimetiza y cree adoptar sus propiedades, en general tecnológicas o estéticas: más inteligentes (los smartphones…), más dotados de belleza (la moda…).

Con su habitual sagacidad irónica afirmaba Oscar Wilde que “un cínico es quien conoce el precio de todo pero el valor de nada”. En efecto, solo a través de la ilusa apariencia de lo informados y sofisticados incrédulos que somos podría diagnosticársenos como escépticos, pero lo que en verdad somos, lo que con Elogio de lo despreciable más justicia nos describe es nuestra consideración como cínicos, pues también nosotros andamos sobrados de precios y escasos de conocer lo que realmente vale la pena.

En la era del desdén y el menosprecio, del rechazo y del desaire, de lo vilipendiado y objeto de cruel repudio, de la postergación de cuanto relegamos, de su humillación y burla, por paradójico que resulte es precisamente lo despreciable lo que nos revela en contracara y a contraluz lo que es inapreciable de verdad, en esencia el amor.

Así, y de manera tan curiosa como reveladora, todo cuanto cobija la categoría de lo despreciable alberga un común denominador, que no puede comprarse, que no está sujeto a una transacción comercial y, por lo tanto, que no está mediado por el dinero, el símbolo universal de intercambio.

Lo inapreciable no se intercambia, tan solo se regala, y tan solo puede regalarse, obedece a la lógica del don y no a la del producto, a la del gozo compartido y no a la del uso o consumo solitario, a la de la alteridad que cuidamos y no a la del sí mismo, a la del salir de sí y no a la de la afirmación individualista del yo, a la de la aventura y no a la del turismo, a la de la promesa y el proyecto y no a la del pasado muerto y el recuerdo estéril.
Así, elogiar lo despreciable es contracultural, al menos lo es con respecto a esa cooltura de insoportable levedad efímera a la que tan acostumbrados nos tiene el desordenado orden del universo. Sin embargo, elogiar lo despreciable es proponer de manera arriesgada una ética contracultural necesaria para recordarnos al menos que existen modos alternativos y tal vez más fecundos de habitar la tierra y que, como decía Miguel de Unamuno, vivir no es tanto una cuestión de ir más allá sino de aventurarse “más adentro”.

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