El ‘Código Da Vinci’ ha sido analizado desde distintas perspectivas que muestran una realidad contrastante. Un producto tan pobre en calidad como exitoso en ventas, puede sin embargo explicarse por varios motivos, el primero de los cuales es que el fenómeno expresa la ambigüedad como categoría impuesta por la cultura posmoderna.
Como toda moda, se trata de algo esencialmente pasajero cuyos destellos se convertirán pronto en humo. Pero mientras tanto habrá dejado su secuela de incertidumbres, cultivada en el espíritu de sospecha. A todos nos gusta imaginar que tras la realidad se esconde un contenido más rico, más profundo y acaso misterioso, que los demás no advierten.
El merecimiento de Dan Brown consiste así en haber sabido sacar partido de la veta psicologista tanto como de una mentalidad antiinstitucional que encuentra su matriz en una cultura fuertemente individualista. Los contenidos de un siempre redivivo gnosticismo representado hoy en la New Age se perfilan también en el clima cultural de nuestro tiempo y explican su rápida recepción por parte de un público ya muy trabajado por la nueva sensibilidad de un relativismo subjetivista. Pero si la New Age es el telón de fondo del Código, su trama es la teoría de la conspiración.
El antropólogo rumano Mircea Eliade ha mostrado cómo el ‘mito del eterno retorno’ no es un fenómeno extraño a la modernidad y por lo tanto privativo de esas culturas antiguas. La reaparición de las teorías cíclicas en el pensamiento contemporáneo, en efecto, ha demostrado una vez más la vigencia del clásico nada nuevo bajo el sol.
Aparece así una mentalidad mítica que se instala en el imaginario colectivo, a la manera de las antiguas leyendas de dragones y monstruos, y con ella la sensación de un enemigo emboscado en las sombras que mueve todos los hilos de la realidad.
Es la teoría de la conspiración o teoría conspirativa de la historia, según la cual toda la vida de los pueblos estaría gobernada por la sinarquía, un oculto poder de dominación mundial integrado básicamente por la perversa coalición de la masonería, el judaismo y el comunismo. El Opus Dei parece heredar el privilegio de haber sido entronizado como un nuevo mito sinárquico.
Dicha visión proviene de concebir la vida social como un teatro de marionetas movido por manos malvadas e invisibles al servicio de secretos designios de poder. También expresa, si bien se mira, a tres tradicionales supuestos enemigos de la llamada -ya hoy con cierta impropiedad- ‘civilización occidental y cristiana’, aunque no han faltado ocasiones en las que se ha hecho participar de esta siniestra trilogía, incluso a la misma Iglesia católica. Este último enlace se presenta con mayor fuerza con la profundización del proceso de descristianización de la sociedad y la reviviscencia de un arcaico y beligerante laicismo.
El mérito del Código consiste en haber trasladado la teoría de la conspiración de las aguas procelosas de la política al ámbito eclesiástico, ha construido una nueva versión del antiguo mito conspirativo: el mito de la conspiración religiosa.