Cuando comenzó este debate, pensaba que las diferentes posturas diferían en la opinión de si aquello era vida o no. Pero a medida que avanzó, me fui dando cuenta de que la mayoría de las personas con las que hablaba, que estaban a favor del aborto, no se habían preguntado si había vida o no. Sonaba a algo tan fácil como sacarte de encima un problema. Parecía la solución más fácil y rápida. Claro, no lo niego, sonaba razonable: en un día todos los posibles problemas desaparecen; casi que daban ganas de decir: “que placer, ¡pasame el dato!” Pero como en todo en la vida, cada acción tiene sus consecuencias.
Luego, cuando estaba sola, seguía reflexionando y pensaba: con lo complejo, perfecto y ordenado que es el cuerpo humano, lógicamente su creación lleva un proceso. Proceso que comienza a partir del amor en el mejor de los casos, o muchas veces por ocasiones tristes y no deseadas. Pero allí está, se creó. Comenzó a dar vida. Negar que desde la unión del óvulo y el espermatozoide no hay vida, es igual a negar que de la semilla de un árbol puede no crecer uno. Pero allí esta. Creciendo. Empieza a tener sentidos, escucha, siente a su mama, sobrevive al proceso. Y entonces me preguntaba: ¿Quiénes somos nosotros para interrumpir esa vida por nacer? ¿Quiénes somos para elegir quien muere y quien vive? Como no lo vemos, parece fácil pedir que me “saquen este problema”; pero si lo viésemos, si tuviéramos ese “feto” en brazos, ¿le sacaríamos la vida? ¿Le diríamos, perdón, pero no me vas a dejar tener todas mis comodidades, me da fiaca tenerte en mi cuerpo, te conviene no vivir antes que nacer en estas condiciones? ¿Seríamos capaces de matarlo, de ahogarlo con la almohada? Uno cree en lo que ve. Lamentablemente hasta no vivir en carne y hueso una experiencia no la creemos. Y acá pasa lo mismo, es fácil matar cuando no vemos a la víctima. Pero allá esta. Sobreviviendo y pidiendo a gritos que lo dejen vivir.
No desvirtuemos la discusión. Desde que somos humanos que reconocemos que matar no está bien, y para saberlo, no hay que creer en ninguna religión. Todos estamos de acuerdo en que matar está mal. Entonces, ¿porque ponemos la discusión en decir “hay mujeres que mueren”? Si eso es lo que pasa, vayamos al problema de raíz. Nadie tiene que morir. Ni las madres ni los chicos. No es cierto que tenemos que elegir: ¡hay otras soluciones para que vivan los dos! Si, quizás abortar y sacarnos de encima el problema es la más fácil, pero como suele pasar, el camino fácil no es el mejor. Que el punto no sea “de todas maneras el aborto va a seguir pasando, lo único que cambiaría la ley es que suceda de forma segura”. Esa es una postura tibia. En primer lugar esa no sería la única consecuencia. Que sea legal es otorgarle el tinte de positiva a una acción que no lo es. Es trazar una línea muy fina entre decidir quién puede vivir y quién no. Es abrir una opción que no es necesaria. Que el objetivo sea evitarlo, acompañando a las mujeres con embarazos no deseados, ayudándolas y guiandolas y no que sea fácil y accesible para quien quiere hacerlo de una manera u otra.
Promovamos educación; no sólo para saber cuidarse (porque cualquier método puede fallar); educación para mostrar la importancia del acto, que es muy lindo, pero es parte de la naturaleza y su consecuencia es dar vida. No queramos ir en contra de las leyes naturales, porque siempre nos ganaron y eso no va a cambiar.
Pensando en todo esto, creo incluso que el trasfondo del tema va más allá: ¿Cuál es el valor que le damos a la vida? Con los argumentos que aparecen, parece que la vida no es nada importante. Algo insignificante, que puede decidir un grupo de personas por ser mayoría.
Por eso pienso, que si creés que es vida aquello que lleva una mujer adentro, dejando de lado el qué dirán y pensando de manera simple, reflexiones que te parece que es, frente a este tema, lo más humano, lo más justo, lo más sincero.
Por María Paz Iúdica
Alumna de 2do Año de la carrera de Psicología. Universidad Austral.
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