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Ponencia presentada en el Seminario «Persona, Mente y Cerebro», en la Universidad Austral, Campus de Pilar (Buenos Aires, Argentina), el 9 de noviembre de 2017.

Nathaniel F. Barrett
Instituto Cultura y Sociedad – Universidad de Navarra

 

El objetivo de este artículo es definir y explorar el “problema del afecto” como un problema cada vez más importante pero aparentemente inextricable para la filosofía, la psicología y la neurociencia, y que se distingue del denominado “problema duro” de la conciencia.

En la psicología y la neurociencia, afecto se ha convertido en un término abarcativo muy utilizado para referirse a las emociones y otros fenómenos mentales (el placer, el dolor, los estados de ánimo, etc.). Como observa Elaine Fox, psicóloga de la Universidad de Oxford, “Probablemente sea mejor reservar el término afecto para referirse a todo el tema de las emociones, los sentimientos y los estados de ánimo en su conjunto, a pesar de que a menudo se utiliza indistintamente con emoción” (2008, pág. 17). A su vez, el afecto también puede definirse en términos de diferentes dimensiones o sentimientos, incluida la “valencia hedónica”, cuya definición es la siguiente:

Toda persona sobre el planeta (salvo por enfermedad) puede distinguir el bien del mal, lo positivo de lo negativo, el placer del desagrado. La capacidad básica de experimentar sentimientos placenteros o desagradables y representar objetos como positivos o negativos, o como placenteros o desagradables, se conoce como “valencia” hedónica. Se considera que la valencia es una propiedad universal y fundamental de la experiencia humana (Lindquist et al. 2016, pág. 1910).

En resumen, se podría decir que el afecto es una dimensión de todos los sentimientos, y la valencia hedónica es una dimensión del afecto (otras dimensiones comúnmente analizadas incluyen la excitación y la fuerza motivacional). Pero dentro del ámbito del afecto, la valencia hedónica es la dimensión más analizada y, sostendré, también la más problemática. En efecto, los científicos que estudian el afecto reconocen que “el debate continúa respecto de cómo conceptualizar la naturaleza de la valencia de la mejor manera” (ibid. pág. 1911). Sin embargo, no pareciera que los científicos fueran conscientes de que la valencia hedónica, y por lo tanto el afecto, presentan un desafío especial desde un punto de vista puramente fenomenológico. Brevemente, este problema es el siguiente: A pesar de que la valencia es una característica universal y prominente de la experiencia y un determinante importante de la cognición y el comportamiento, es prácticamente imposible de analizar o definir en términos precisos porque no corresponde a ninguna cualidad definida del sentimiento. Como observa el filósofo británico C. D. Broad, el placer es una cualidad “que no podemos definir, pero que conocemos perfectamente” (citado en Labukt 2012, pág. 175). Esta peculiar falta de maleabilidad fenomenológica es el corazón de lo que denomino “problema del afecto”, y mi objetivo en este artículo es demostrar que presenta un desafío distintivo tanto para el análisis filosófico como para la investigación científica.

En la filosofía, el problema del afecto está reflejado por la manera en que los antiguos debates de la filosofía analítica sobre la naturaleza del placer han llegado a un punto muerto. Los orígenes de estos debates se remontan a fines del siglo XIX, cuando la importancia del hedonismo ético (según lo divulgado por Bentham, Mill, Spencer y otros) movió a varios filósofos angloparlantes, en particular Henry Sidgwick (1967 [1907], primera edición 1874) y más tarde G. E. Moore (1968 [1903]), a examinar la naturaleza del placer. Desde ese momento, los filósofos en general se han dividido en tres posiciones principales: 1) aquellos que sostienen que el placer y el dolor son cualidades distintivas del sentimiento (“teorías sobre el sentimiento distintivo”); 2) aquellos que sostienen que el placer y el dolor no son cualidades sino más bien “tonos” del sentimiento (“teorías sobre el tono hedónico”); 3) aquellos que sostienen que el placer y el dolor no son determinaciones del sentimiento sino más bien que pertenecen a diferentes actitudes del sujeto hacia el sentimiento (“teorías actitudinales”). Pueden darse argumentos fuertes a favor y en contra de las tres posiciones, y después de más de un siglo de debate, los filósofos no han sido capaces de ponerse de acuerdo respecto de una descripción satisfactoria de la naturaleza fenomenal del placer o el dolor (ver Dunker 1941/1942; Alston 1967; Gosling 1969; Chisholm 1987; Feldman 1997; Helm 2002; Rachels 2004; Bramble 2011; Labukt 2012; Aydede 2014).

Es fundamental entender cómo el problema reflejado por este punto muerto difiere del “problema duro” de la conciencia. En resumen, el problema del afecto depende de la ausencia de qualia afectivos definidos (cualidades fenomenales) y no de la imposibilidad de explicar los qualia per se. En la literatura de la filosofía analítica, el problema de la conciencia en general se define como una “brecha” aparentemente insalvable entre las descripciones funcionales o causales de los procesos mentales y la experiencia subjetiva de esos mismos procesos (Nagel 1974; Jackson 1986; McGinn 1989). Es posible criticar las maneras en que la innegable brecha entre la experiencia en primera persona y el conocimiento en tercera persona ha sido convertida por la filosofía analítica en uno de los enigmas filosóficos más conocidos de los tiempos modernos. Pero a los fines de este artículo, deseo simplemente señalar que la brecha entre las perspectivas de primera y tercera persona no es la principal dificultad presentada por el problema del afecto. Más bien, el problema del afecto está relacionado con una peculiar brecha dentro de la experiencia en primera persona: una falta de definición donde esperamos encontrar algún tipo de cualidad fenomenal definida. Puede que el color rojo y otras cualidades fenomenales sean misteriosas a su manera, pero el afecto no es como ninguna otra cualidad fenomenal—en efecto, ¡tal vez ni siquiera sea una cualidad fenomenal!

Mientras tanto, en la psicología y la neurociencia, vemos que el problema del afecto—al menos como se lo define aquí—ha recibido poco o nada de atención, incluso en subcampos dedicados al estudio de la emoción positiva (Gruber and Moskowitz 2014). ¿Por qué sucede esto? Sin duda parte de la explicación tiene que ver con el éxito con que la valencia ha sido “operacionalizada” por diversos programas de investigación experimental. Es decir, aun cuando los psicólogos y los neurocientíficos todavía tienen que ponerse de acuerdo respecto de una definición o clasificación precisa de los fenómenos afectivos (ver Fox 2008; Davison, Scherer & Goldsmith 2003; Panksepp 2014), han desarrollado una variedad de métodos para obtener respuestas afectivas positivas y negativas y medir sus efectos en la cognición y el comportamiento. Por ejemplo, las respuestas afectivas pueden estudiarse en ratas al ofrecerles agua dulce y amarga y observar detenidamente sus reacciones (Papini et al. 2015). Con sujetos humanos, los psicólogos utilizan herramientas estandarizadas como el Sistema Internacional de Imágenes Afectivas (o IAPS por su sigla en inglés; ver Lang et al. 1993) para provocar estados afectivos positivos o negativos y luego medir la influencia de estos estados en diversas tareas cognitivas (Ashby, Isen & Turken 1999; Frederickson and Branigan 2005; Gable and Harmon-Jones 2010). Además, los estados afectivos pueden investigarse de manera más directa a través de diversos métodos de autoevaluación, la mayoría de los cuales implica alguna versión del “modelo circumplejo” desarrollado por James Russell (1980; ver variaciones analizadas en Barrett and Bliss-Moreau 2009).

Se ha obtenido una abundancia de datos empíricos fascinantes a partir de este tipo de investigación, como indica la obra ganadora del Premio Nobel de Daniel Kahneman y Amos Tversky (ver Kahneman 2000). Sin embargo, mientras los psicólogos no tengan una comprensión sólida de la naturaleza del afecto, deberían interpretar estos datos con cautela: la historia claramente ha demostrado el peligro de reducir el afecto a definiciones “operacionalizadas”. Hace más de sesenta años, los psicólogos dijeron haber descubierto el “centro del placer” del cerebro cuando los experimentos demostraron que las ratas que eran capaces de estimular esta parte de su cerebro mediante la opresión de un botón continuaban oprimiendo este botón miles de veces por hora (Olds 1956). Décadas más tarde, esta interpretación ahora es cuestionada: en base a nuevas pruebas sobre una distinción neuroanatómica entre los procesos de “querer” y “gustar”, los neurocientíficos creen que este comportamiento compulsivo no era una manifestación de placer sino más bien un estado desesperado de deseo insaciable (Berridge and Robinson 2003).

Dado que esta distinción entre placer y deseo fue establecida por el análisis filosófico (Dunker 1941/1942) mucho antes del descubrimiento del denominado “centro del placer”, esta confusión fácilmente podría haberse evitado. A la luz de esta oportunidad perdida, la pregunta para la psicología contemporánea del afecto es la siguiente: ¿Qué pueden aprender los psicólogos del “problema del afecto” según lo revelado por los debates filosóficos sobre la naturaleza del placer? Por lo menos, parecería que los científicos harían bien en considerar el hecho de que, después de más de un siglo de debate, los filósofos son incapaces de ponerse de acuerdo respecto de la naturaleza fenomenal esencial del placer y el dolor. Por ejemplo, la mayoría de los psicólogos y neurocientíficos cree que los sentimientos de placer y dolor pertenecen a una “moneda corriente” del afecto (Cabanac 2002; Leknes & Tracey 2008; Barrett & Bliss Moreau 2009; Grabenhorst & Rolls 2011; Berridge & Kringelbach 2013), pero aparentemente no son conscientes de la dificultad de establecer esta unidad afectiva sobre fundamentos fenomenológicos.

Otra pregunta, igual de importante, está relacionada con lo que la filosofía puede aprender del amplio conjunto de pruebas cada vez mayor sobre el afecto y su influencia en la cognición (por ejemplo, Gable & Harmon-Jones 2010). Puesto que el afecto es una dimensión muy variable (aunque compleja) dentro del sentimiento consciente, el problema del afecto parecería estar mucho más abierto al estudio experimental que el problema de la conciencia. Por otro lado, la naturaleza fenomenal particularmente imprecisa del afecto presenta un desafío especial que debe encararse simultáneamente desde varios ángulos—conceptual, fenomenológico y experimental. Tal vez el primer paso sea demostrar que el problema del afecto es compartido por la filosofía y la psicología, e indicar cómo cada uno puede compensar las deficiencias del otro.

 

Bibliografía

Psicología y neurociencia

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Nathaniel Barrett se especializa en estudios filosóficos e históricos de la relación entre ciencia y religión, con especial atención a los conceptos de naturaleza que surgen de las concepciones religiosas y científicas de la persona humana. Su investigación actual explora cómo las teorías filosóficas y científicas contemporáneas de corporización, pueden utilizarse para comprender los modelos tradicionales confucianos y taoístas de la realización espiritual. El Dr. Barrett se desempeña como coordinador del “Religious and Psychological Well-Being Project” en el Instituto Danielsen, de la Boston University. También se desempeña como investigador en el Instituto Cultura y Sociedad de la Universidad de Navarra.